viernes, 22 de marzo de 2013

CATALINA II DE RUSIA, LA GRANDE




 El libro "Catalina la Grande: Retrato de una mujer", de Robert K. Massie- cuenta la historia íntima de una mujer excepcional, que amaba el poder casi tanto como el sexo y ocupó el trono cuando su país más la necesitaba.

Nuestra visión del siglo XVIII sigue cargada, en esta época de teóricas libertades y tolerancias, de mucha incomprensión y de un cierto machismo más que sorprendente.

Nos sonreímos cómplices por ejemplo cuando hablamos de Luis XIV de Francia y de su amante madame de Montespan, o de madame de Maintenon convertida antes en su segunda esposa.

Encontramos normal la sucesión de favoritas de Luis XV muy a pesar de la reina María Leszczynska, desde la marquesa de Pompadour hasta la condesa du Barry, pasando por una lista nunca escrita de chicas muy jóvenes.


Claro que a todo eso Luis XV bien pudo acostumbrarse en las orgías, fiestas, bacanales y escándalos de la época de la regencia de Felipe de Orleáns, que se describe también tal cual sin especial matiz de crítica.

Casi es al revés: hay un cierto desprecio implícito al describir la lealtad marital de Fernando VI de España a Bárbara de Braganza.

Claro que, como se ve, estamos hablando de las vidas privadas de los reyes de la época, y no de las reinas.

Llama la atención esto: que incluso en 2012 un personaje tan importante como la zarina Catalina II de Rusia es a menudo despachado como "la Mesalina del Norte", como si lo más notable de su rica y compleja personalidad fuese su vida sentimental, y como si la promiscuidad que en sus monarcas coetáneos -a veces mucho menos capaces, gloriosos o dignos- parece normal y hasta loable fuese en ella, al fin y al cabo mujer, causa de incapacidad o al menos de sospecha.

Bien, es cierto, una parte de la vida de Catalina fue licenciosa. Pero si algo nos viene a demostrar Robert Massie en esta reciente y abrumadora biografía es que la zarina era muchas cosas y todas ellas a la vez, sorprendente a menudo y casi siempre grandiosa.
No quiere esto decir que la madre de Pablo I no careciese de puntos oscuros y discutibles en su recorrido vital, pero lo que Massie consigue es que veamos a las varias Catalinas unidas en un solo monumento histórico, y esa unidad da sentido a todas las partes a la vez que explica mejor algunas de ellas.

Catalina no fue, al nacer, ni siquiera Catalina ni rusa. Vino al mundo en una familia de mínimos príncipes luteranos del Norte de Alemania, llamándose Sofía y remotamente emparentada con la rama de la casa de Holstein reinante en Rusia.

Todo cambió cuando a los 14 años la zarina Isabel, buscando esposa para su hijo Pedro -el que habría de ser Pedro III- la eligió a ella. La infancia de Sofía terminó bruscamente con su llegada a la corte rusa, entonces en San Petersburgo, y su radical adaptación a la ortodoxia (cambió su nombre a Catalina), a la cultura rusa, a la compleja política del lugar y a la nueva familia en la que entraba por su matrimonio.

Catalina no fue una joven esposa feliz, tanto por el ambiente como por las múltiples deficiencias de su esposo. Sin embargo, culta y curiosa, se hizo rusa y a la vez se mantuvo informada y formada sobre las grandes novedades culturales de la Europa de su tiempo, que era el de la Ilustración y la Enciclopedia.

Sobre todo, fue una mujer capaz de trazar proyectos en todos los niveles de la vida y de ejecutarlos, y no fue desleal al que siempre consideró su país.

Precisamente las dificultades y complejidades de su infancia y juventud, amén de las de su familia, explican según Massie las múltiples facetas de la Catalina adulta.

Catalina fue, es verdad también, una mujer de múltiples amores y múltiples amantes, desde Gregorio Orlov hasta el más conocido y su probable marido, el príncipe Potemkin.

Ni siquiera es seguro quién fue el padre biológico de Pablo I; pero Massie matiza algo muy importante: aun siendo una mujer necesitada de amor y de compañía, en ciertos sentidos muy maltratada por la vida, Catalina supo siempre marcar los límites necesarios y utilizar como colaboradores en política sólo a hombres que podían serlo útilmente, y el mejor ejemplo es el mismo Potemkin, protagonista de la expansión rusa hacia el sur, contra Turquía, que además murió enamorado de ella.

También se enamoro de ella el rey Estanislao Poniatowski de Polonia y otros muchos.

¿Una déspota ninfómana, entonces? No es ni justo ni acertado decirlo. Estamos hablando de la mujer que, con una gran voluntad de poder, dio un golpe de Estado y se convirtió en autócrata durante 34 años, pero en vez de disfrutar de la situación se dedicó a modernizar el país, a aumentar su territorio, a multiplicar su prestigio y su poder en todos los sentidos, y además a hacerlo con su esfuerzo personal, directo y constante.

Corresponsal de Diderot y de Voltaire, amante de la música y de todas las artes, protectora decisiva y única de la Compañía de Jesús cuando hasta los Papas la abandonaron (clarividencia notable para ser una ilustrada ortodoxa ex luterana y pecadora pública...). Rusia a su muerte en 1796 era incomparable con Rusia a su llegada, y en todos los casos para bien.

Restableció el vigor de la dinastía Romanov... a la que no pertenecía, modernizó el país en lo posible (aunque no pudo, literalmente, suprimir la servidumbre), venció conspiraciones y sublevaciones como la de Pugachov, venció guerras en todos los frentes, construyó una flota, combatió la Revolución Francesa e impidió su contagio en la misma Rusia.

Sentó la bases de la grandeza rusa en el siglo XIX, en lo político, en lo económico, en lo militar y por supuesto en lo cultural, y en cierto sentido hasta el día de hoy.

Fue muchas cosas, y muchas de ellas a la vez. 

Ante todo fue una grandísima mujer, que no se avergonzó de serlo en toda la extensión de la palabra.



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