viernes, 29 de marzo de 2013

JULIA ROBERTS, LA NOVIA DE AMÉRICA




(Smyrna, 1967) Actriz estadounidense. Julie Fiona Roberts nació el 28 de octubre de 1967 en Smyrna, Georgia. Sus padres, Betty y Walter Roberts, que tenían un modesto taller de teatro e impartían clases de interpretación, se ganaban la vida, en realidad, él como vendedor de aspiradoras y ella como secretaria en la archidiócesis católica de Atlanta.


Cuando se divorciaron, su hermano Eric, de quince años de edad, se fue a vivir con su padre; mientras que ella, que tenía cuatro, y su hermana Lisa, de nueve, se criaron al cuidado de su abuela materna, Beatrice, junto a su madre, quien volvió a formar pareja y les dio otra hermana, Nancy. Por entonces, en 1976, su padre murió víctima de un cáncer, lejos de sus hijas.


Cursó sus estudios en la Escuela Primaria Fitzhugh Lee, en la Escuela Secundaria Griffin y, por último, en el Instituto Campbell, en cuya banda tocaba el clarinete. Con diecisiete años se fue a vivir a Nueva York con la intención de estudiar interpretación y seguir los pasos de su hermano Eric, que era ya un actor secundario muy activo. Sin embargo, una vez allí se vio obligada a trabajar (cuidó niños, fue camarera en una pizzería, dependienta en una tienda, entre otras cosas) y no asistió a muchas clases.


Julia Roberts se introdujo en el mundo del espectáculo gracias a la ayuda de su hermano, que le conseguía breves papeles en montajes teatrales del off Broadway, series de televisión (apareció en Corrupción en Miami, Friends y Murphy Brown) y en algunas películas poco relevantes, como Firehouse, en 1986, y Blood Red, Baja Oklahoma y Satisfaction en 1988, de forma que aprendió el oficio con la práctica.


La gran actividad de este último año fue decisiva en este sentido, ya que le dio la ocasión de un trabajo de mayor calado dramático como el de Mystic pizza(1988), de Donald Petrie. Fue descubierta en dicho filme por el director Herbert Ross, quien le ofreció un papel coprotagonista en Magnolias de acero (1989), pasaporte para el Globo de Oro y la primera candidatura al Oscar, algo que se repetiría en 1990 con Pretty woman, la película que le dio fama mundial.


Desde ese momento, no dio paso en su vida que no fuera debidamente referido, exagerado o distorsionado en la prensa especializada. Así, sus relaciones sentimentales con los actores Liam Neeson, Kiefer Sutherland, Matthew Perry, Dylan McDermott o Jason Patric fueron la comidilla del ambiente y lectura obligada en salas de espera y salones de belleza. Se llegó a comentar con una cierta maledicencia, ya que todos sus novios habían sido compañeros de reparto, que «Julia hacía de su profesión su vida».


Más tarde, cuando la oleada de rumores parecía remitir tras su boda con Lyle Lovett, a quien le presentaron en el rodaje de El juego de Hollywood(1992), el efímero matrimonio (1993-1995) desató una nueva andanada y pasó a ser tomado tan sólo como un mero «juego de Hollywood». Nuevamente, a mediados de 2001, después de cuatro años de relación estable con el actor de origen peruano Benjamin Bratt -a quien había conocido, cómo no, en un capítulo de la serie Ley y orden, de la que ella era estrella invitada- la pareja puso fin a su idilio.

Tras el éxito de Pretty woman, la película que la convirtió en superestrella, y a pesar de otros grandes triunfos comerciales posteriores que consolidaron esa condición, en un momento determinado no dudó en sacrificar buena parte de sus generosos honorarios por trabajar con realizadores de prestigio, de manera que encadenó a Robert Altman, Stephen Frears, Neil Jordan y Woody Allen de un tirón.


Este giro en su trayectoria confirió un toque de distinción a su filmografía, pero no pareció sensibilizar a los «popes» de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos a la hora de los premios. Por encima de reconocimientos y galardones, sin embargo, prevalecía un hecho irrevocable: Julia Roberts no tenía altibajos en su carrera. E hiciera lo que hiciera, siempre se mantenía en la cumbre. Convertida en la gran estrella de Hollywood, Julia Roberts era una actriz adorada y con enorme gancho comercial, puesto que su solo nombre en los títulos de crédito garantizaba el éxito de taquilla de cualquier filme.

Una estrella cercana
Podría afirmarse que Julia Roberts inauguró un nuevo tipo de diva. Una diva natural e independiente que representaba un sueño tangible para muchas jovencitas. El glamour estaba en su figura, en los ojos, el pelo, la sonrisa. No necesitaba más artificio. Su encanto consistía en mostrarse tal como era. Tampoco los hábitos que afirmaba tener -hacer punto como relajación, practicar gimnasia para mantenerse, cocinar para sus amigos y tener el queso y la pasta italiana como comida favorita- la alejaban del gusto común de los mortales. No por nada era la reina de los People’s Choice Award, premio otorgado a la estrella elegida por el público y que hasta 2001 había ganado en seis ocasiones.


Erin Brockovich (2000), de de Steven Soderbergh, le dio la oportunidad de subir un nuevo peldaño en su brillante trayectoria. Basada en un hecho real, la película cuenta la hazaña de una mujer agobiada por las deudas, divorciada dos veces y madre de tres niños, sin estudios universitarios, que logra ganar un juicio imposible contra una gran empresa por haber contaminado las aguas de todo un pueblo y causado un sinfín de enfermedades. (La verdadera Erin Brockovich, desde su empleo de secretaria en un modesto despacho de abogados, logró la mayor indemnización jamás pagada en Estados Unidos.)

Es decir, la película poseía todos los ingredientes para resultar un éxito en Estados Unidos y los materiales necesarios para que la actriz pasara de la corrección y la credibilidad demostrada en diferentes géneros al vigor dramático. Y de allí a la gloria. Su notable interpretación en Erin Brockovich le valió el Oscar a la mejor actriz: era lo único que necesitaba para legitimar su posición como máxima figura del mundo del espectáculo. Aunque contaba con tres Globos de Oro en su currículum y otras tantas candidaturas al Oscar, Julia Roberts llevaba años intentando demostrar que, más allá de su belleza y esa sonrisa radiante, que en su país se reproduce hasta en los quirófanos, valía como intérprete.




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