Última reina de Egipto, perteneciente a
la dinastía de los Lágidas o Ptolomeos (Alejandría, 69 - 30 a. C.). Hija de
Ptolomeo XII, fue casada con su propio hermano Ptolomeo XIII, con quien heredó
el Trono en el año 51 a. C. Pronto estallaron los conflictos entre los dos
hermanos y esposos, que llevaron al destronamiento de Cleopatra.
Sin embargo, su suerte cambió al
llegar hasta Egipto las luchas civiles de Roma: persiguiendo a su enemigo
Pompeyo, Julio César fue a Egipto y tomó partido por Cleopatra en el conflicto
con su hermano. Durante la llamada «Guerra Alejandrina» (48-47 a. C.) murieron
tanto Pompeyo como Ptolomeo XIII y tuvo lugar el incendio de la legendaria
Biblioteca de Alejandría, que se perdió para siempre.
Cleopatra fue repuesta en el Trono
por César, que se había convertido en su amante (46 a. C.); y contrajo
matrimonio de nuevo con su otro hermano, Ptolomeo XIV, a quien manejó a su
antojo. Cleopatra trató de utilizar su influencia sobre César para restablecer
la hegemonía de Egipto en el Mediterráneo oriental como aliada de Roma; y el
nacimiento de un hijo de ambos -Ptolomeo XV o Cesarión- parecía reforzar esa
posibilidad.
Tras el asesinato de César en el 44
a. C., Cleopatra intentó repetir la maniobra seduciendo a su inmediato sucesor,
el cónsul Marco Antonio, que por aquel entonces luchaba con Augusto por el
poder (36 a. C.). Cleopatra y Antonio impusieron su fuerza en Oriente creando
un nuevo reino helenístico capaz de conquistar Armenia en el 34.
Entonces estalló la «Guerra
Ptolemaica» (32-30 a. C.), por la que Augusto llevó hasta Egipto su lucha
contra Antonio. El enfrentamiento definitivo tuvo lugar en la batalla naval de
Actium (31), en la que la flota de Antonio fue derrotada fácilmente al
abandonarle los egipcios. Marco Antonio consiguió huir y refugiarse con
Cleopatra en Alejandría; cuando las tropas de Augusto tomaron la ciudad,
Antonio se suicidó.
Cleopatra intentaría aún, por
tercera vez, seducir al guerrero romano -en esta ocasión Octavio Augusto- para
salvar la vida y el Trono; pero Augusto se mostró insensible a sus encantos y
decidió llevarla a Roma como botín de guerra. Ante tal perspectiva, Cleopatra
se suicidó por el procedimiento ritual egipcio de hacerse morder por un áspid.
Augusto aprovechó la circunstancia para asesinar también a su hijo Cesarión,
extinguiendo así la dinastía ptolemaica y anexionando Egipto al Imperio Romano.
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Fragmento sobre Cleopatra de Colleen McCullough en su obra “César”:
Cleopatra había ascendido al trono a los diecisiete años
de edad, y ahora tenía ya casi veinte.
Los dos años de su reinado habían estado cargados de
éxitos y peligros: primero la gloria de
bajar por el Nilo en aquella enorme barcaza dorada con la
vela granate bordada en oro; los egipcios
nativos se postraban ante Cleopatra mientras ella
permanecía de pie con su hermano y también
marido de nueve años a su lado (pero un peldaño más
abajo). En Hermontis le habían llevado el
toro Buchis, famoso porque los rizos de su largo pelo sin
tacha crecían al revés; Cleopatra, ataviada
con las galas solemnes de faraón pero sólo con la corona
del Alto Egipto, estaba en su bajel, que
flotaba entre un mar de barcazas cuyas cubiertas se
encontraban alfombradas de flores. El viaje
junto a las ruinas de Tebas hasta la primera catarata y la
isla Elefantina, para estar en el primero y
más importante nilómetro el mismo día en que las aguas
crecidas predecirían la altura final de la
inundación.
Cada año, al principio del verano, el Nilo crecía
misteriosamente, desbordaba sus márgenes
y extendía una capa de barro negro y espeso repleto de
nutrientes sobre los campos de aquel
extraño reino, una capa de mil cien kilómetros de longitud
pero de sólo siete u ocho de anchura,
excepto en el valle de Ta-she, en el lago Moris y en el
delta. Había tres clases de inundación: el
codo de la saturación, el codo de la abundancia y el codo
de la muerte. Medidos en nilómetros,
había una serie de pozos graduados excavados a un lado del
poderoso río. La subida de su nivel
tardaba un mes en recorrer la distancia existente entre la
primera catarata y el delta, que era por lo
que la lectura del nilómetro de Elefantina era tan
importante: avisaba al resto del reino de qué clase
de inundación experimentaría aquel verano. En otoño el
Nilo iba retrocediendo hasta quedar dentro
de sus márgenes, lo que dejaba el suelo profundamente
regado y enriquecido.
Aquel primer año de su reinado la lectura había sido baja
en el codo de abundancia, un buen
augurio para un nuevo monarca. Cualquier nivel por encima
de treinta y tres pies romanos estaba en
el codo de la saturación, lo cual significaba una
inundación desastrosa. Cualquier nivel entre
diecisiete y treinta y dos pies romanos estaba en el codo
de la abundancia, lo cual significaba una
inundación buena; el nivel ideal de la inundación eran
veintisiete pies romanos. Por debajo de
diecisiete pies yacía el codo de la muerte, cuando el Nilo
no crecía lo suficiente para desbordar sus
márgenes y el resultado inevitable era la hambruna.
Aquel primer año el verdadero Egipto, el Egipto del río,
no el delta, pareció revivir bajo el
gobierno de su nueva reina, que también era faraón... el
dios en la tierra que su padre, el rey
Ptolomeo Auletes, nunca había sido. La inmensamente
poderosa facción que formaban los
sacerdotes, egipcios nativos todos ellos, controlaban gran
parte del destino de los gobernantes
Ptolomeos de Egipto, descendientes de uno de los
mariscales de Alejandro el Grande, el primer
Ptolomeo. Sólo cumpliendo los verdaderos criterios
religiosos y ganándose la bendición de los
sacerdotes podían el rey y la reina ser coronados
faraones. Porque los títulos de rey y reina eran
macedonios, mientras que el título de faraón pertenecía a
la impresionante intemporalidad del
propio Egipto. El ankh de faraón era la clave de una
sanción más que religiosa, era también la llave
de las inmensas bóvedas del tesoro que había debajo del
templo de Menfis, pues estaban bajo
custodia de los sacerdotes y no guardaban relación con
Alejandría, donde el rey y la reina llevaban
una vida orientada al estilo macedonio.
Pero la séptima Cleopatra pertenecía a los sacerdotes. Había
pasado tres años de su infancia
bajo la custodia de éstos en Menfis, hablaba egipcio
formal y demótico y había subido al trono
como faraón. Era la primera de los Ptolomeos de la dinastía
que hablaba egipcio. Ser faraón
significaba tener autoridad completa, como una diosa,
desde un extremo al otro de Egipto; también
significaba que tenía acceso, sí llegaba a necesitarlo
alguna vez, a las bóvedas del tesoro. Mientras
que en una Alejandría no egipcia ser faraón no podía
realzar la posición de Cleopatra. Y la
economía de Egipto y Alejandría no dependía del contenido
de las bóvedas del tesoro; los ingresos
públicos del monarca alcanzaban los seis mil talentos al
año, y los ingresos privados otro tanto. En
Egipto no había nada que fuera propiedad privada, todo iba
a parar al monarca y a los sacerdotes.
Y así los triunfos de los dos primeros años de Cleopatra
estuvieron más relacionados con
Egipto que con Alejandría, aislada al oeste del Nilo
canópico, el brazo más occidental del delta.
También estaban relacionados con un enclave místico de
gente que habitaba el delta oriental, la
tierra de Onias, separada y autosuficiente y que no le
debía lealtad a las creencias religiosas de
Macedonia ni de Egipto. La tierra de Onias era la patria
de los judíos que habían huido de la Judea
helenizada después de negarse a reconocer a un alto
sacerdote cismático, y conservaba aún su
ferviente judaísmo. También suministraba a Egipto el
grueso de su ejército y controlaba Pelusio, el
otro puerto importante que Egipto poseía en las costas del
Mare Nostrum. Y Cleopatra, que hablaba
hebreo y arameo con fluidez, era muy querida en la tierra
de Onias.
El primer peligro, el asesinato de los dos hijos de
Bíbulo, había conseguido sortearlo bien.
Pero el peligro actual era mucho más serio. Cuando llegó
el momento de la segunda inundación de
su reinado, ésta cayó en el codo de la muerte. El Nilo no
desbordó sus orillas, el agua fangosa no
fluyó sobre los campos y los sembrados no pudieron asomar
sus hojas de un verde vivo por encima
del suelo apergaminado. Porque el sol resplandecía sobre
el reino de Egipto todos los días y todos
los años; el agua que daba la vida era el don del Nilo, no
de los cielos, y el faraón era la
personificación deificada del río.
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