Sylvia Plath (Boston, 27 de octubre de 1932 – Primrose Hill, Londres, 11 de febrero de 1963). Escritora y poetisa estadounidense especialmente conocida por sus obras en prosa, como una novela semi-autobiográfica, La campana de cristal (bajo el seudónimo de Victoria Lucas), y relatos y ensayos. Procedente de una familia de ascendencia alemana, mostró desde pequeña un gran talento para la poesía, escribiendo sus primeros poemas a la edad de ocho años. Sin embargo, muy pronto presentó un severo trastorno bipolar que la condujo al primer intento de suicidio antes de los diecisiete años. Sometida a un intenso tratamiento psiquiátrico, pudo graduarse con honores en 1955 en el prestigioso Smith College. Junto con Anne Sexton, Sylvia Plath es reconocida como uno de los principales cultivadoras del género de la poesía confesional iniciado por Robert Lowell y W. D. Snodgrass. Obtuvo una beca Fulbright para la Universidad de Cambridge, donde continuó escribiendo poesía y conoció al escritor y poeta Ted Hughes, con quien se casó en 1956. Su menguada salud, sumada al divorcio en 1962, la llevaron a quitarse la vida un año después. Su obra fue reconocida posteriormente, gracias al impulso recibido por parte de Ted Hughes, quien se encargó de promoverla. Fue la primera poeta en recibir post-mortem el Premio Pulitzer por el conjunto de su obra.
La blanca helada se acabó,
los sueños verdes nada valen,
tras un mal día de trabajo
llega el momento de la sucia puta:
su simple fama llena nuestra calle.
Todos los hombres:
blancos, rubicundos, negros
derivan hacia su forma desmañanada.
Fijaos, os pido, en esa boca
hecha para bofetadas
en ese rostro costuroso
sesgado a fuerza de pintarrajos, hondones, marcas,
violado por cada hosco año.
Ningún hombre se le acerca
que sea capaz de concentrar aliento
con que corcusir fuego de amor en tan fétida mueca
como apuntan
mis castísimos ojos
saliendo de charco, zanja, trago.
Las fuentes resecas, las rosas terminan.
Incienso de muerte. Tu día se acerca.
Las peras engordan como Budas mínimos.
Una azul neblina, rémora del lago.
Y tú vas cruzando la hora de los peces,
los siglos altivos del cerdo:
dedo, testuz, pata
surgen de la sombra. La historia alimenta
esas derrotadas acanaladuras,
aquellas coronas de acanto,
y el cuervo apacigua su ropa.
Brezo hirsuto heredas, élitros de abeja,
dos suicidios, lobos penates,
horas negras. Estrellas duras
que amarilleando van ya cielo arriba.
La araña sobre su maroma
el lago cruza. Los gusanos
dejan sus sólitas estancias.
Las pequeñas aves convergen, convergen
con sus dones hacia difíciles lindes.
De noche, muy
blancos, discretos,
muy silenciosos
nuestros pies, nuestras
narices captan
la tierra, el aire.
Nadie nos ve,
para, traiciona;
los granos abren
paso, los puños
púas apartan
y hojas tupidas,
incluso alfombras.
Mallos, arrietes,
sordos y ciegos,
del todo mudos,
agrandan grietas,
sondean huecos.
De agua vivimos,
de migas de aire,
suaves pedimos:
o todo o nada.
¡Somos tantísimos!
¡Somos tantísimos!
Somos estantes,
mesas, muy dóciles
y comestibles,
entrometidos
involuntarios.
Somos fecundos:
mañana el mundo
será ya nuestro:
ya os avisamos.
No es noche ésta de ahogarse:
luna llena, reacio
río bajo luz suave,
acuosas nieblas bajan
tupidas como redes
cuyos dueños reposan,
traduciéndose en vidrio
lúcido mientras flotan
las torres del castillo
hacia mí hiriendo el rostro
del silencio. Ascienden
sus miembros poderosos
y álgidos, pelo grave
más que mármol, y cantan
de un mundo más amable
que ninguno. Estos cantos,
hermanas, sobrepasan
al oído gastado
que aquí, en el campo, escucha
bajo el orden impuesto.
La armonía caduca
el orden que vosotras
sitiáis con vuestras voces.
Vivís entre las rocas
de oníricas promesas
de refugio. De día
bajáis de la pereza,
de altas ventanas. Peor
que vuestro enloquecido
canto o mudez. La voz
de vuestro fondo llama:
embriaguez del abismo.
Oh río, veo tu larga
y honda línea argentina,
esas diosas de paz.
Piedra, piedra, me abismas.
OTOÑO DE RANAS
El verano envejece, madre fría,
y los insectos son raros y escuálidos.
En este hogar palustre solamente
graznamos, nos ajamos.
Las mañanas se van en somnolencia.
El sol tardíamente nos alumbra
entre cañas sin nervio. Moscas fáltanos.
El helecho se muere.
La helada hasta la araña envuelve.
Cierto que el dios de la abundancia
por aquí anda. Nuestra gente
adelgaza, da pena.
Adivíname: nueve sílabas
tengo, elefante, casa grande,
melón con sólo dos tentáculos.
¡Oh fruta, marfil, leño fino!
Dinero nuevo en este bolso.
Soy medio, escena, vaca grávida.
Comí muchas manzanas verdes.
Del tren en que voy nadie baja.
SOLTERONA
Esta chica de quien hablamos
en un paseo de abril ceremonioso
con su último pretendiente
súbitamente se asombró muchísimo
del charlar de los pájaros
y las hojas caídas.
Así, afligida, ella
vio que los ademanes de su amante
agitaban el aire y se irritó
entre el caos de flores y de helechos
acres. Juzgó los pétalos
confusos, la estación ajada.
¡Cómo deseó el invierno!
Austeramente, en orden minucioso
de blanco y negro
de hielo y roca, todo deslindado,
de corazón a fría disciplina
sometió, exacto cual copo de nieve.
Pero he aquí: un capullo
de sus cinco sentidos de gran dama
una grosera confusión deduce:
traición intolerable. Que el idiota
se rinda al caos de la primavera:
prefirió retirarse.
Y rodeó su casa
de alambradas y muros impasables
contra el tiempo rebelde
tanto que nadie lo rompiera
con maldiciones, puños, amenazas,
ni con amor tampoco.
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